Autora: Adriana González-Mateos / Testimonio




Cada una de nosotras una más



No sé cuánto tiempo llevaba oyendo hablar sobre los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, sintiéndome agobiada por los datos, las informaciones fragmentarias, los reportajes, las fotografías. ¿Dos años, tres? Sólo sé que ese día había pospuesto todo lo demás y había ido al PUEG a escuchar una serie de mesas redondas sobre el tema: estadísticas, informes, críticas a las autoridades, todo muy serio y abrumador, indignante. Nada me preparaba para ver un video donde la madre de una chica asesinada relataba su conversación con el forense.

No voy a tratar de reproducirla. La señora seguía recordando detalles y yo me preguntaba cómo alguien (cualquier ser humano, pero en particular esa mujer de aspecto humilde, sin visos heroicos, una mujer como tantas. Como todas nosotras: educada para sentir que necesita protección) podía seguir viviendo con ese horror en la memoria. ¿Cómo se peinaba en las mañanas, cómo seguía respirando en las noches, cuando no estaba soñando? Ver el video era más y más difícil a medida que me daba cuenta de que a través del tiempo y los kilómetros, de manera vicaria, confundida entre las filas de espectadoras, yo estaba recibiendo ese torrente doloroso, sosteniéndola mientras se desahogaba, porque sí, ella se sometía a la cámara y a los micrófonos porque creía defender a su hija muerta, denunciar la obscena maquinaria legal, unirse a otras víctimas y con ellas empezar a construir una fuerza, pero también y ante todo hablaba para desahogarse, porque quien estuviera sosteniendo el micrófono y quien la estuviera mirando y quien la oyera se convertían también en personas heridas cuyo estupor la ayudaba a sobrevivir otro poquito. Ahí estaba yo, en el PUEG, rodeada de amigas, vestida con una faldita veraniega, planeando ir a un restaurante italiano cuando la mesa se acabara. Iba a levantarme y a hacer exactamente eso, pero el video me estaba uniendo a la señora de una manera que ya no podría disolver.

Durante años había tratado de no reconocer ese lazo. Había leído, manejado información, discutido el asunto en mis clases, segura al mismo tiempo de que Ciudad Juárez es un lugar remoto al que probablemente nunca vaya. Vejada y mutilada por tantos otros desastres en el mundo y por mi nulo poder para alterarlos aunque esté dispuesta a firmar desplegados y a donar dinero, a ir a manifestaciones y a colgar carteles de protesta, a difundir información e impulsar a mis estudiantes a enterarse y a escribir sobre esos temas. El testimonio de la señora estaba cambiando mi ubicación en ese mapa: tan vulnerable como ella en esta tierra de nadie donde un cuerpo de mujer es una basura que se arroja en un baldío. Cuántos microepisodios de violencia se amontonan en mi vida cotidiana como larvas que podrían estallar en monstruos súbitos: un estudiante que viene a buscar asesoría y de pronto me encierra en el cubículo y se niega a irse si no le doy un beso, un taxista que empieza a relatar la golpiza que le dio a una amiga de su mujer porque se había cansado de sus impertinencias, una llamada telefónica cuya voz no reconozco pero me urge a dar dinero. Cuántas veces en el curso de conversaciones al parecer agradables y triviales, mujeres cercanas a mí han recordado inesperadamente sus experiencias al recibir una violencia más brutal porque hay que aceptarla como parte de la vida. Una de ellas hablaba de una ruptura con su novio: incidentes más o menos mezquinos, comentarios odiosos, sesiones de terapia, nada extraordinario excepto que de repente el dolor le recordó la noche en que varios hombres irrumpieron en su casa y la violaron. Pasó hace tantos años, se le había olvidado. Está tan ocupada.





Adriana González-Mateos

Es narradora, ensayista y doctora en Literatura Comparada por la Universidad de Nueva York. Ganadora del Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen, en 1995; el Premio Nacional de Ensayo Literario, en 1996 y el Premio Nacional de Traducción Literaria. Autora de la novela El lenguaje de las orquídeas (Tusquets, 2007).